jueves, 27 de septiembre de 2007

Violencia, ¡es mentir!

Puse las monedas en la expendedora de boletos a la vez que aclaré al chofer localidad San Isidro. Cabizalto y sonriente, desfilé por el cuatrópodo cuyo número no recuerdo. Las chicas me miraban, ellos me envidiaban. Como buen galán, me senté en asiento de uno, sin devolver miradas sugerentes a ninguna. Abrí la ventanilla con la suavidad y lentitud suficiente como para que el contraste con el viento fuera casi una veta de artista. De nada me daba cuenta en ese momento. Todo fue después, todo fue hoy, ahora tal vez. Pensaba en ella, mi cabeza había sido asfixiada. A mis neuronas pareció gustarles.
Bajé los tres escalones mientras cubría mis manos con guantes negros. Seis cuadras me separaban de su casa. Las caminé con la lentitud que caracteriza a un hombre que llegó a la cumbre y no sabe bajar, a lo mejor ni quiere. Pero pasaron con velocidad vertiginosa. El hombre supra elevado no tiene otro motivo para temer que el vértigo. Vértigo a la forma, no a la materia, no a la sustancia. En fin, recién fue el timbre el objeto real que modificó mi mundo onírico por este otro, tanto más real como material.

Entonces, no se por qué mentí, quizá un dejo de ensueño o un boceto de chiste mentiroso.
-¿Quién es?
-Señora, ¿tiene algo de ropa para los chicos?
-Mmm... sí, a ver, un segundito.

Aparece un chico de mi edad, que me dirige una mirada insulsa, poco austral, más bien hiperbórea. Me extiende un pantalón de jogging que yo había olvidado hacía tres noches en esa casa. Una parálisis, un cuadro de Dalí, hubo por medio minuto en mi cabeza. Medio minuto que hubiera sido una hora sino extendía unas zapatillas rojas, obligándome a mover mi brazo izquierdo. Zapatillas de hombre, no mías. Su padre había fallecido cuestión de meses, pero ¿regalar pertenencias del padre? Ella lo adoraba. Hermano no tenía. Podían ser de este chico que yo tenía frente a mí, a quien hubiera escupido de no ser porque me daba tristes indicios y ropas. Como en los sueños (¡este no lo fue!), de repente yo me encontraba dentro, con un cuchillo en la mano. Arma penetrante, intento inconsciente de llegar más adentro todavía. Por suerte, el inconsciente nunca fue mi fuerte y soltó el cuchillo, que cayó al piso para permanecer en él. En el piso superior al cuchillo, estaría ella. Como dicen las descripciones: angelical, inocente, tímida. Un asco, ahora lo veo, no saben describir a una mujer. Me precipité hacia arriba, al revés que el agua. Estaban sentados en la cama; él abrazándola, ella tiritando miedo sobre su abrazo. Cuando vio al supuesto ladrón, su rostro angelical, etc. etc. etc se convirtió en el de un soldado que no huiría. Ese supuesto amante embobado que mi cabeza había configurado, ya no llevaba rosas invisibles en el brazo, ni olía a perfume ajeno a la transpiración. Di media vuelta, pausa necesaria para que la inocente le diga al malo quién era este buen ladrón que se había colado entre la puerta y él. Retomé el sentido de mi cuerpo y de mi mirada, que brotaba envidia desde los poros de mis ojos. Le mostré el calzado rojo y la interrogué sobre su proveniencia. Murmuró un nombre, el de un tercero. Cerca de darle la mano al muchacho, felicité a ella por la calidad de su disimulo. Tres, cuatro, cinco, seis pudimos ser. Ahí estallé, pero no dije nada. Emprendí la retirada, permití a ella que siga su juego, a él que siga creyendo, a ellos que sigan creyendo. Que son uno, que ella es una.

1 comentario:

Serena dijo...

Me encantó este relato. Ojalá haya más porque recién te encuentro y es mi primera lectura acá.
Qué asco, que mal describen a las mujeres. Estoy de acuerdo.
Y agrego: ninguna nunca somos una.